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30.10.2018 Poesía

 

1

Ante el muro imperturbable, nuestro paso. Ante su peso, nuestra artimaña. El muro, apuntalado por la mano yerma de quien ha construido tras de él sus dominios. El muro encaramado sobre el cuerpo y contra el aliento. Abrirnos a quien camina para poner junto a su cuerpo, nuestro cuerpo. El muro no puede detener el hálito ni, en él, un sonido que viaja y dice: aquí la vida.

 

2

Hemos caminado por la tierra para buscar agua, para huir de la muerte, para acudir al amor que nos llama. Caminamos imaginantes de otros mundos para la vida, de otras vidas en el reino del mundo. Primero fue migrar, luego la ley. Primero el movimiento, luego la frontera. Primero fue nuestro paso. Siempre nuestro paso.  
 

3

La sombra tapiada que se cierne sobre nuestro paso es la sombra alta en que nos cobijaremos. Escalaremos los muros que se alzan colosales ante nuestras estaturas. Inocularemos la lengua reina con nuestras palabras bárbaras. No diremos quiénes somos. Estaremos cerca de la muerte para emprender la tentativa. Y a cada paso, santo y seña que dice sin señas ni salvoconducto: hemos llegado para darnos el día.
 

4

¿Cuántas fronteras puede guardar un cuerpo? Aquella que se pierde entre mi piel y tu territorio poroso. La babel membrana de nuestras lenguas. La cuerda que vibra en tu garganta. Aquella que bordea mi nombre para alcanzar, quizás, el tuyo. La que se abre, oceánica, entre el agua de tu paso y los ríos que bañan mis pies sin tregua. Las cruzaremos una por una. Las cruzaremos todas con nuestros papeles falsos.

 

5

Un cuerpo de agua, ¿puede ser frontera? Es uno, y sin embargo separa. Y el puente de ese cuerpo, ¿une o nos da ocasión para el abismo? Atravesar como un nunca más, sin mirar el hombro que fui. Entre el puente que nos eleva sobre la fuerza del agua, su sonido y nosotros: retornos de ya no ser. Somos historias de los puentes que no se han levantado**.
 

6

Nos empujaron a vivir en las esclusas, allí abrimos una madriguera contra la muerte. La frontera alumbra desde la palma de su mano para dilatar nuestras pupilas. Somos caminantes subterráneos y sabemos de esos ríos espesos. Sus ojos son balas. ¿De quién es esa sangre que entra por nuestros canales? ¿De nuestro cuerpo, de su guerra, de todos nosotros, ungidos con el goteo de los cadáveres?
 

7

Nogales y Nogales: Arizona y Sonora. ¿Hay ciudades siamesas, la misma sangre bombeada a dos cuerpos? La de Nogales es una de las primeras vallas de la frontera: decenas de deportaciones por día. ¿En dónde queda la vida pasada, la del nunca más, mirar atrás y volverse sal? ¿Alguien nos la devuelve? ¿Qué se deporta cuando nos deportan, qué abrazo interrumpido, qué beso que no se da más? Y esa vuelta, caída con que nos tumban, ¿se recoge luego en qué pasos? ¿Qué caminos sin vuelta recogen los rastros que no revelaremos?
 

8

Digo que vengas. Ven con el peso de tu cuerpo y con el rostro de tu rostro: las comisuras, la saliva, la hondura de la lengua dispuestas para decir mi nombre. Yo voy hacia el tuyo, dicho desde ti al oído de mi lengua. Lo repito, mal traducido, desde el otro lado. Nuestro santo y seña. Habrá hogar entre tu aliento y el laberinto de mi oído. Nuestro encuentro en el umbral: lo que nos venga de la muerte que vienen a darnos.

 

9

El muro es bajo y entre sus estacas ha dejado espacio al mundo, pero por allí pasa también la muerte. Antes no estaba: es reciente su fuerza de cíclope. Es un gran ojo que todo lo ve para engullirlo y escupir luego los huesos en el desierto. Un día, una estaca odisea se clavará con todo brío en el centro impune de ese ojo sin centro. El muro, ciego, caerá enorme ante nuestros ojos, que sí saben ver la luz.

 

10

Clavar estacas en el pecho del mar. ¿Qué puede su ola, a qué esta herida? El muro proyectado al infinito contra la fuerza líquida de la marea, como si el agua no se colara por toda fisura, en toda tierra, a cada respiración. Han clavado estacas en el pecho del mar. Somos cardumen que escribe su paso terco en el agua, aunque sea agua herida.

 

11

Es nuestro cementerio la frontera. Los zapatos solo pueden dejar huellas llevados por el peso del cuerpo que los viste. Si no hay cuerpo, ¿qué huella dejaría un zapato sin pisada? En los zapatos huérfanos del desierto ya no está el cuerpo que los guiaba. El zapato ceniciento sin su peso caminante. ¿Quién se lo ha llevado? ¿Hacia qué muerte rueda, a qué desaparición sin fondo?
 

12

Un cuerpo y el desierto. Una sed y su huella. La sequedad en una garganta a punto de arder. Papeles: el nombre de quien camina entre borraduras. ¿Quiénes somos cuando cruzamos de un borde al otro de nosotros mismos? De las lindes a las Lindes, un paso y su sed, ¿en qué lengua? Un nombre y su sed, que muere si dice desierto. Pero dice. Pero camina.


*Verso del poeta Bruno Pino

 

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