1. Es-critura
La gloria es el duelo más estruendoso de la felicidad
Madame de Stael
Una intuición: deber escribir. Debo escribir porque tengo un sentido de la responsabilidad que persigue, un sentimiento de culpa con el lenguaje. O una deuda afectiva por no haber hablado “a tiempo” “cuando debí hacerlo”. Por miedo, no lo sé. O la necesidad de llenar el espacio en blanco, de “trabajar con el lenguaje”, no “para el lenguaje”, que es un tema más complicado porque hay “muchos lenguajes”, idiomas colonizados, falsificados, actuados. Trabajar “con” significa escarbar, desenmarañar, hablar claro y, de ser posible, de frente. Vomitar todo.
¿Quién va a hablar? ¿El Yo en primera persona, la persona que lleva un nombre, la mujer? Creo que todas a la vez, no es posible dividirse, hay que aceptar estar fragmentada. El lenguaje es también una manera, la única quizás, de construirse, de estructurar una identidad, una vida con sentido, un valor en sí.
Retrocedamos. Estoy en el año 2000 y publico una novela que se llama El último cuerpo de Úrsula en una editorial de “prestigio”, luego veremos por qué esta palabra está entre comillas, qué significa prestigio de manera convencional, respetar los protocolos y la retórica dominante en un idioma. Cuando publico, se produce un pequeño escándalo, a la escala de lo que significan los libros en países donde casi no se lee. Desde el principio he sentido la hostilidad que representa hablar de manera directa, no ser una mujer servil, aquella que acepta el paternalismo de una sociedad que te deja hablar cuando no molestas a nadie, cuando dices lo que tienes que decir. No, yo hablaba para reconstruir un yo descompuesto, para encontrar respuestas, para comprender. Primera impresión de pedalear en el aire. Flotar. Es la misma sensación del primer avión que tomo con destino a Francia, vía Luxemburgo, la sensación de “no tener país”, de no tener casa, de no tener nada. Flotar. Dejaba a una familia paralizada por el desconcierto, sin encontrar una causalidad a lo que le venía sucediendo los últimos años. Sin poder instalar una narración, una continuidad de las escenas que tuvieran sentido, un texto, una explicación coherente. Me fui con una identidad confusa, colgada del borde del vestido, como un descocido, y mirase a través de un balcón un paisaje en medio de la bruma. Pasado y presente son dos tiempos que se confunden, se vive más bien en un presente continuo, sin futuro conjugado, no se nombra, pocas veces se nombra con claridad1. Porque es una locura el empobrecimiento del lenguaje en general, la vulnerabilidad repentina que se impone con sus armas de fuego, exponiendo la vida a la calle, al examen morboso de los vecinos, y que termina convirtiendo al idioma en un instrumento práctico, una llave de salida de ese encierro de la descalificación social. Hablamos poco, recuerdo aquellas tardes en la casa de Chaclacayo, la música sonando alta llenando los espacios para obligarnos a olvidar lo que vivimos, la sensación de aburrimiento, la falta de futuro. Es una escena que se hace común.
Poco a poco comprendo que esa sensación de dejar atrás un paisaje devastado, un país que se inscribirá en mi lenguaje, negándome la entrada a algunas zonas que permanecen cerradas detrás de puertas pesadas, a las que tengo que patear violentamente para entrar.
Entro.
Veo fragmentos dispersos, islas, el instante en que intento hacer algo con mi vida, las ganas locas de escribir, de hablar, de gritar, la certeza que siendo mujer todo, absolutamente todo, será más complicado.
Entonces ese primer libro donde la intención es “encontrar un lenguaje” es el cuerpo deseado, asumido como materialidad de la vida sin caer en la una espiritualización abstracta, es escrito desde una zona brumosa, en la que las intuiciones funcionan también como cicatrices. No es totalmente consciente, a esa edad, ignoro lo que realmente me empuja a hacerlo, de alguna manera, acepto la invisibilidad que el mundo me ha dado como parte de mi destino “en femenino”. Así entro de lleno a los síntomas de una mujer paralizada por la mirada exterior, enferma, en realidad, enferma hasta la locura, hasta la mutilación. Como he firmado con una editorial importante, me llueven las llamadas, las amistades interesadas, las miradas indulgentes. Hipocresía. Cuando el texto sale publicado, recibo una llamada del sur de España, de un escritor peruano, un cacique que aconseja a su subalterna no “escribir libros en ese tono”, cuando los anteriores son tan buenos, tan… colonizados, ¿señor? Me oye: Váyase al diablo. Cuelgo. Empiezan a sonar tambores de guerra. ¿Vale la pena dar nombres, hacer una suerte de #DenunciaAtuAgresor? No, no pienso regalarle ese honor. El patriarcado es un orden que está a punto de caer, y esto no es un panfleto, es una escritura, un recorrido. Pero, volvamos ahí, a ese instante donde un libro, donde una mujer, habla de su cuerpo y lo celebra, lo marca con sangre y se convierte en tema tabú. La sociedad castiga a aquellas mujeres que se apropian de su cuerpo, al final esta es la batalla más feroz, la más soterrada. Por eso, ese libro me obtiene la desconfianza de todo el patriarcado literario y el mainstream literario.
Y de las mujeres que sirven de guardianes a ese mismo orden, el libro es una peste, la orden: hay que silenciarlo.
Son una serie de escenas detestables, ofensivas, hombres que tienen que “dejar en claro” que son ellos los que autorizan a que una mujer hable de su cuerpo en esos términos, y aunque existan autores como Jorge E. Eielson que sí lo han hecho, o César Moro, poeta peruano que habló desde el cuerpo, pero una mujer, no. No. La guerra está declarada, y los contratos se cancelan con “lo sentimos, el libro no ha vendido lo suficiente”…
Corolario: no sé cómo te publicaron, un libro así, tan violento.
Oh, sí, yo tenía una jauría de perros aullando por dentro y no pensaba hacerlos callar. Necesidad de espiritualizar esta experiencia, camino de regreso a mí misma, a veces, con un sentimiento de culpa: no debí hablar de esos temas, no debí escribir así, mea, mea culpa. ¡Ingenua! ¡Te habías perdido en tu propio camino! Esas cosas solo se comprenden con el tiempo y si tenemos la oportunidad de pensarlas de verdad.
Pensar de verdad, no mentirme. Esa será un mandato importante.
Sigo adelante, avanzo a trompicones, me quedo sola con mis ideas, las disfruto, vivimos en Toulouse con Olivier, hace mucho frío ese invierno, tenemos poco dinero, no sabemos cómo afrontar el día a día con pocos recursos, en realidad no sabemos vivir con tan poca plata luego de una cierta estabilidad en el Perú. A veces la casa se calienta con una estufa de petróleo, las ventanas están blancas, petrificadas por el frío, a veces, una rata blancamerodea por la escalera, es un edificio de la calle Matabiau, cerca de la estación de tren. Nos colamos en los autobuses, somos felices, y, al mismo tiempo, tan vulnerables. Y escribo, pese a que me he quedado sin contratos escribo, pienso en mi madre, en ella como la persona que me ha dado el lenguaje, en su vida, en la dureza de su vida como mujer sola, allá, en el Perú. Pienso en ella y en mis hermanas, mi hermano quizás tenga más suerte por ser hombre, pienso en todos ellos, y la frustración, la incapacidad de representarme esa situación en su totalidad me invaden.
Quiero escribir sobre ella, la madre, describirla en algunos estados, apoyada en otras figuras femeninas, escribir sobre mis abuelas, sobre mis tías, mis hermanas, las mujeres que me han marcado, escribir sobre las más pobres, las más sometidas, las más colonizadas. Escribir, digo, no copiar la realidad.
Empiezo otra novela para acostumbrarme a la distancia, a la falta de referencias, de familia, a un lenguaje aseptizado. Francia es ya un país demasiado industrializado, patriarcal, administrativo en varios aspectos de la vida social, con una sociedad higiénica, obsesionada con el rendimiento. Son cosas que no entiendo cuando llego a París, ni siquiera soy capaz de tener una “ideología”, de pertenecer a un partido, soy una pieza suelta, vengo de un país colonizado, sin memoria, sin lenguaje y eso se nota en mi falta de representación, y en mi hablar estereotipado, pienso en bloque, por imágenes. Tardaré en darme cuenta. La educación me había preparado a resignarme, salvo por la anarquía que instala en nuestras vidas el divorcio de mis padres, el desorden de la crisis de los años setenta, que abre puertas que atravieso caminando con los pies desnudos, sintiendo su hielo picado bajo los pies.
Son otras veces veranos calurosos, con muchos dolores de cabeza y pesadillas. La cama está atravesada en medio de la habitación, cerca de la ventana que permaneces abierta toda la noche. Por la mañana los ruidos del apartamento de los vecinos me llegan orquestados, con una promiscuidad latente, apasionada.
2. El cuerpo en disputa
Escribir, falsificar, escribir, hablar de verdad, inscribir.
Debo decirlo aquí: ha habido, hasta hace poco tiempo, la intención, inconsciente, de sabotear la frase, de hacerla girar en el vacío, interrumpiendo su fluidez, por instinto de sobrevivencia, por miedo.
O por cobardía.
Regresaré sobre este tema. Lo que era también una resistencia a utilizar un lenguaje dominante, por hastío, por rebelión, es también cobardía de género. Incauta.
Tal vez haya que ser un poco indulgente consigo misma, distraer la mirada de aquellas displicentes, misóginas, desconfiadas.
Nadie confía en la palabra de una mujer. Y hablar desde ese espacio ocupado por un rostro visible, es una herejía, una declaración de guerra. Las mujeres desclasadas, las que como yo no han gozado de la protección de un nombre, de una familia, o de un patrimonio, las pobres, son más estigmatizadas y silenciadas. La gente detesta reconocerse en personas cuya imagen es débil socialmente, que no tiene el prestigio del poder, que no aspira a su brillo fatuo sino que desea construir su propio modelo, las bastardas, parias, o anónimas. En mi caso la turbulencia es notable: no solo tengo un apellido extranjero, del más común en Brasil, sino que además nací en un pueblo de la sierra del Perú. Ah, cuánto nos desconocemos en mi país, y cuánto nos disecamos a través de los nombres y las castas. No solo, por mis rasgos, soy mestiza, sino que inoculo la duda sobre mi origen, no la blanqueo, y encima me atrevo a decir cosas que nadie dice, a hablar del cuerpo, a desmontarlo en piezas y arrojárselo a la cara del lector. Una afrenta que se paga.
La certeza de que podemos construir una ficción disimulando todas estas verdades violentas, es lo que ha llevado a la literatura peruana a una reproducción social mecánica, aquellos y aquellas que escriben desde la periferia imitan a sus mayores sin hacerse la pregunta de fondo: ¿qué quiero yo, quién soy yo, a dónde voy con esto, dónde está mi deseo? La imitación adormece toda iniciativa, paraliza cualquier conciencia inquieta, la domina y la doblega. El capital simbólico no se ha movido durante años y el aprendizaje se hace leyendo los mismos libros, los mismos autores, repetición embrutecedora que no permite circular por otros lugares, que ofrece visibilidad a cambio de dimisión, espacio, a cambio de sometimiento. El problema fundamental tal vez sea no saber qué queremos cuando estamos a punto de abandonar la escritura por la propaganda, el trabajo con el lenguaje por las marcas de clase, las divagaciones por las sentencias, sin encontrar el hilo de Ariana.
Pensar que la ficción es un hecho solitario, involuntario e intransitivo, termina siendo una especie de camisola de fuerza. No solo, ya lo dije en varios textos que andan por ahí, el lenguaje es nuestro instrumento social, colectivo más que individual, existencial (casi desde un punto de vista fenomenológico, sucede), sino que nuestras narraciones, nuestra imaginación, están compuestas por ideas colonizadas, alimentamos las mismas representaciones del cuerpo, según patrones y valores estéticos que no nos pertenecen, por eso un cuerpo se posee, aunque está en disputa, pero ¿qué puede un cuerpo sin un lenguaje que lo reconozca?
Esa es una parte del problema, al final, a muy poca gente le importan estos temas, a las mujeres más que a los hombres porque cargamos con el peso de nuestro cuerpo, nosotras necesitamos recorrer espacios para ocupar el propio, necesitamos otro lenguaje, otros códigos.
No estoy dispuesta a sabotearme, a hacer que las palabras me hagan caer en la trampa de la dimisión. Sí, se necesita ser valiente, y, después de varios libros, mi relación con el idioma ha ido tomando brío, se ha dirigido hacia mí, ha vuelto a mí y me ha dado una sobriedad que no tenía. Esa sobriedad me permite decir algunas cosas, nombrarlas para que otras mujeres escuchen y acompañen.
Si las palabras no cambiasen el sentido y el sentido las palabras.
Puedo decir que el lenguaje, el estar insistiendo en escribir, en modelar, en inscribir, me ha obligado a pensar todo de nuevo, con ello, no es que la comprensión sea absoluta, pero sí, serena, apaciguada porque confía en conocer la salida. Nombrar todo de nuevo, empezar desde el comienzo, desde los tabús, todas las verdades no dichas, colgando de un pecho, la imagen fría de una mirada paralizada por el miedo. Digo frío, frío, porque todo esto es muy frío, ¿ustedes no sienten frío? ¿No tienen ganas de abrazar, de consolar, de acompañar?
Quizás he hecho el espacio necesario en mi interior para oír el río que corre por dentro silencioso. Ya no le tengo miedo a las multitudes, sé que me une con ellas, sé que en el fondo somos iguales. Ese es mi reposo, mi Primer sueño.
Calle del centro de Ciudad de México, la Torre latina en perspectiva
3. La prehistoria
En la Cueva de Lascaux, antiguas de miles de años, aquellas imágenes me hacen ver hasta qué punto las mujeres no existimos en la historia del mundo. La representación nos ha arrojado fuera. Estamos fuera. Estoy con O, su padre y su hermano. Recorremos Sarlat a pie, Bergerac, ciudades medioevales, regadas de torres y ritos, la Cueva, donde unos jóvenes descubrieron por azar las pinturas rupestres. La cueva está al pie de una montaña erizada de pinos que se balancean sobre su eje con el viento. El edificio que permite visitar las réplicas es de cemento, macizo, de líneas puras, con inmensos rectángulos que se recortan sobre el cielo. Hay mucha luz. Esa arquitectura me recuerda a Lima y su cemento liso, me reconforta. Pedimos café en el bar de la zona museográfica, recostados sobre cojines de colores vivos, compro un libro sobre la presencia de las mujeres en el paleolítico.
Las mujeres hemos estado ausentes de la historia desde el inicio de su relato, hemos sido ignoradas, representadas solo como receptáculos, vientres, piernas abiertas y vaginas2. Esa fragmentación empieza muy pronto, la siento desde niña, cuando descubrir el sexo de mujer es una sorpresa, una fuente de placer y de tortura. Paños lavados, teñidos de rojo, colgando de los cordeles en la lavandería, a falta de dinero para comprar toallas higiénicas o Tampax (la marca es ahora nominativa, sic), a veces, atraviesa el hermano ese “gine-espacio” quejándose de esos trapos manchados de sangre (pensar que ahora se recomienda usar paños de tela a fin de evitar acumular basura no reciclable) que cuelgan en el patio de la casa. Es una razón de pelea, de tensión, tener que exponer su intimidad. Toda esa marginalidad no la entiendo entonces, no puedo nombrarla, solo es una especie de cerco que se va levantando a mi alrededor como un muro que encierra. Una prisión.
Ningún hombre se nos acerca con ternura, son siempre violentos, displicentes, aprovechadores. No recuerdo en esos años de infancia un solo gesto que hubiese podido reconciliarme con mi rostro, mi cuerpo, o mis movimientos. Estoy a punto de ser una histérica, la ropa que llevo es muchas veces de hombre, uso los pantalones de hombre, disimulo cualquier curva, aunque me moleste ser “plana”, no tener los senos pesados como la mayoría de mis amigas de colegio, no desear mostrar las piernas ni soñar con los besos de los adolescentes de dientes blancos y saliva espesa. Yo deseaba otra cosa para mí misma sin saber qué era exactamente. Los libros están en los estantes, abandonados como guerreros solitarios después de una batalla, el divorcio, una madre bella y sola que no puede liberarse del peso de la mirada inquisidora, ¿divorciada?, pobre mujer, tiene cuatro hijos y el marido se ha ido con “otra” (primera alteridad obligada), flechas hirientes que se clavaron en el corazón de mi madre. Las mujeres no suelen ser solidarias entre ellas, son más bien crueles, expulsan la humillación que padecen desde siempre, buscan chivos expiatorios y les clavan alfileres en los ojos.
El cuerpo, el cuerpo lo descubro en una cama fría, con un hombre que no me gusta, un argentino de dientes desiguales y un ligero estrabismo en los ojos. Un hombre mucho mayor con quien no se hace el amor, ni se tiene sexo (decisión de una mujer), sino una especie de violación disimulada, en la que no eres capaz de elegir por falta de personalidad lo que te empuja a someterte a ese rito inicial de muerte y de miedo. Ella está vestida con vaqueros y botas vaqueras, con la sensación de que con esas botas podría patear a cualquier hombre, sintiéndose más protegida y más fuerte, incluso temeraria. También lleva un gorro azul, de marinero, que lanza sobre una silla extendiéndose sobre la cama como una presa, un botín.
Las mujeres somos el botín y la mercancía. Tardaría en comprenderlo.
Entonces las palabras aparecen como lo único a lo cual aferrarse, nombrar la vida de otra forma, empezar a construir. Hojas garabateadas, fragmentos que flotan en la cabeza sin encontrar un orden, en ese marasmo que es la Lima de entonces. La realidad es estereotipada, el lenguaje es una máscara, asfixia. Encontrar una relación de identidad con el lenguaje es fundamental. Es una guerra a muerte. Todavía estoy lejos de imaginar hasta qué punto la relación con los hombres, su lenguaje, significará un problema de sentido, incluso de gramática.
Se dice: soy un, digo: soy una…
Primer descenso al estigma de la exclusión, luego aparecen esos libros leídos, aprendidos de memoria en el colegio, Los cachorros, que me inspiran una desazón inmediata, el lenguaje se hace falo, es un lenguaje fálico, agresivo, las mujeres están agujereadas, como si alguien disparase contra ellas un chorro de semencia, como si las desnudasen, son mujeres vulnerables. ¿No hay otras mujeres en la literatura? Sí, Madame Bovary, Anna Karenina, Lolita… Pero, otras, otras mujeres…
Hasta que leo a Marguerite Duras, no descubro mujeres que escriban en primera persona, estaba lejos de llegar hasta Flora Tristán, Madame de Genlis, Madame de Staël o George Sand. O las Hermanas Brönte, ah, pero, y Jane Austen, cierto, estaba también ella, en Latinoamérica las mujeres escritoras no abundan. Es más, mira, todo viene de España, si no publicas allá, nadie te lee.
Escucha amigo: lo que yo quiero es un lenguaje, ¿sabes?, quiero poseer un lenguaje, no quiero ser una colonizada.
Posiblemente no haya usado esta palabra, sino otra, trascendencia, absoluto, estaba lejos de ver las cosas de esta manera, son necesarios muchos años para ir comprendiendo, decantando ideas. Llegar hasta el centro.
Es importante sentir “que alguien habla en el interior”, ponerle un nombre, seguirla. La llamo Patricia, Úrsula, Clea, Alejandra…
Con el tiempo pienso que quizás nos estamos quedando sin lenguaje, que el lenguaje escrito, sin imagen, terminará por ceder ante la presión de las imágenes, todas redundantes, hablantes, tan presentes. Yo misma soy presa de esa fascinación, ¿qué podemos hacer ante este mar de imágenes que van más rápido que nuestro lenguaje? Es decir, de nuestra capacidad de acogerlas con una gramática personal, una frase propia, un sentido nuevo…
(Fragmento del libro titulado Ecofeminismo decolonial: hacia el final del patriarcado que aparecerá publicado bajo el sello de la editorial chilena Los libros de la mujer rota en noviembre. Agradecemos a lxs editorxs y desde luego a la autora, Patricia de Souza, por permirtirnos publicar este adelanto.)
- La socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui emplea también esta idea de “palabras que encubren” o distorsionan una realidad desde una verticalidad, desde dispositivos del poder, como lo resaltó Foucault. Idea con la que estoy relativamente de acuerdo, porque no existe aun la categoría “no colonizada” y no habría un “idioma adámico”. El idioma es muchas veces fascista. Para SRC las palabras en el colonialismo encubren en lugar de designar, lo que es sería más evidente en la fase republicana, cuando se copiaron ideologías igualitarias escamoteando los derechos de las mayorías indígenas. Ver Ch ixinakak utxiwa, una reflexión sobre prácticas y discursos colonizadores.
- Claudine Cohen, La moitié invisible de l humanité, “en la segunda mitad del siglo XX, los estudios etnológicos han dado una imagen renovada de la estructura de la pareja y de la división sexual del trabajo en las sociedades actuales y las de cazadores-recolectores. En esos grupos las mujeres, lejos de ser pasivas, dedicadas a tareas subalternas y dependientes de los hombres, se dedicaban a la adquisición de sus alimentos y de las de sus hijos, demostrando así un rol activo. A la imagen mítica de grandes héroes de caza de mamouth o del oso de las cavernas, puede enfrentarse la imagen de una mujer recolectora de plantas, frutas, conchas. P. 15.