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Subterráneo
16.11.2018 Ensayo

¿Creen ustedes en la brujería?

 

¿Brujería? Es una metáfora, ¿no? ¿No quieren decir que creen en los brujos, en los “verdaderos” brujos que adivinan, que transforman a encantadores príncipes en sapos o vuelven estériles a las mujeres que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino? A esto, nosotros responderemos que tal manera de pensar traduce en primer lugar lo que ocurre cuando uno habla de “creencia” (la de los otros). Se tiende a poner todo en la misma bolsa y a cerrarla con la etiqueta “sobrenatural”. ¿Qué se entiende entonces por “sobrenatural”? Lo que escaparía a las explicaciones que consideramos “naturales”, apelando a los procesos y mecanismos que supuestamente dependen de la “naturaleza”. Muchos reconocerán que saberes contemporáneos como la psicología, el psicoanálisis o incluso la gama de las “teorías” más o menos teñidas de neurofisiología que se proponen definir el “espíritu” son muy incapaces de explicar la eficacia de lo que lleva por nombre “brujería”. Pero el sentido común crítico, no obstante, insistirá “en todo caso” en que se marque una diferencia. En todo caso, ¡no se puede poner en el mismo plano al inconsciente, las neuronas y la adivinación! Hay límites que no se pueden franquear, y sobre todo aquellos que marcan la diferencia entre saberes respetables, por imperfectos que sean, y lo que sabemos son simples ficciones, llegado el caso, objetos de creencias supersticiosas. Grito del corazón: ¡la brujería no existe “realmente”!

Por supuesto, los etnólogos pueden intervenir y complicar las cosas: existe porque forma parte de “sistemas culturales”. Pero entonces se vuelven contra nosotros para afirmar que, en nuestra cultura moderna, no existe sino en un modo marginal, ya que esa creencia acá no se cultiva, sólo sobrevive.

Nuestro proceder no tiene ninguna pretensión de convencer a los etnólogos. La cuestión de las prácticas de brujería que sobreviven aquí y allá en Francia no es aquí nuestro problema. Y si damos al capitalismo el nombre de “sistema brujo”, tampoco es para entrar en discusiones a propósito de la “correcta” definición de semejante sistema. Por lo demás, somos “nosotros”, los modernos, quienes bautizamos con el mismo nombre una multiplicidad de prácticas, que reunimos bajo un mismo género para luego distinguir especies, a la manera de los biólogos clasificadores. Y si “nosotros” pudimos hacerlo con toda legitimidad es tal vez porque “nosotros” (inclusive los etnólogos que estuvieron donde los “otros”) nos plantábamos con toda tranquilidad en la diferenciación entre lo que es natural y las creencias en lo sobrenatural de las cuales felizmente nos liberamos. Y probablemente sea por la misma razón por lo que la palabra “alma”, demasiado sospechosa de afinidades con lo sobrenatural, no fue integrada al vocabulario científico. Se prefiere usar espíritu, psiquismo, incluso cognición (y emoción). Aprovechando ese grado de libertad residual, nos limitaremos a asociar el término brujería a los riesgos ligados a la palabra “alma”: vender el alma, perder el alma, sufrir una captura de alma. Y afirmaremos que nuestras pobres interpretaciones todoterreno (eficacia simbólica, sugestión, creencia, metáfora, etc.) son muy incapaces de acercarse a la potencia de los modos de pensamiento y de acción que creemos haber destruido cuando, en realidad, es que hemos perdido los medios apropiados de darles respuesta.

Atreverse a poner al capitalismo en el linaje de los sistemas brujos no es tomar un riesgo etnológico sino pragmático. Porque si el capitalismo entra en semejante linaje es de una manera particular, como un sistema brujo sin brujos que se piensen como tales, un sistema que opera en un mundo que considera que la brujería no es más que una “simple creencia”, una superstición, y por lo tanto no requiere ningún medio adecuado de protección. Apartir de ese momento, la relación con los “otros” (supuestamente supersticiosos) se transforma. Porque pensar que no se necesita protección es una imprudencia que, para los supersticiosos, se emparentaría con la ingenuidad más espantosa: a sus ojos, el desastre se vuelve desde entonces previsible. El riesgo pragmático es aceptar la hipótesis de ese desastre para que la cuestión de nuestra vulnerabilidad (y el aprendizaje de las precauciones necesarias) se convierta en un problema crucial.

Hablamos de “nuestra” vulnerabilidad, no de la vulnerabilidad humana en general. A diferencia de lo que ocurrió durante las conquistas coloniales, el capitalismo no nos sometió primero por el hierro y por el fuego. Por cierto, el brazo armado del estado nunca está muy lejos, y se puso en marcha (persecuciones, expropiaciones, represiones). Pero los secuaces, “creyendo hacer lo correcto”, así como los personajes que presentan las destrucciones como sacrificios necesarios, costos que hay que pagar para que triunfe una razón liberadora, nunca faltaron.

Por eso son posibles, por otra parte, las grandes puestas en escena donde la historia humana está colocada bajo el signo de un desarrollo permanente. Como si, entre el momento en que los primeros homínidos se pararon sobre sus dos patas y contemplaron las estrellas, y las conquistas que marcan el mundo moderno, hubiera una continuidad primordial. Según cada intérprete, la caracterización de esta continuidad será por supuesto diferente pero, de todos modos, es la de una conquista de la que “nosotros” fuimos tal vez los actores pero que vale para toda la humanidad. Cuando enviamos a países lejanos misioneros, maestros, ejércitos —y hoy en día funcionarios del FMI y del Banco Mundial o bombas inteligentes—, se trata de una obra de “pacificación”: no destruimos enemigos, nosotros no tenemos enemigos. Lo que hacemos es liberar a nuestros hermanitos retrasados; ¿deberíamos abandonarlos a su suerte?

No decimos que los que hacen la guerra se plantean el problema de ese modo, pero así lo hacen, seguros de tocar una cuerda sensible en quienes los escuchan. Hablaremos aquí de dilemas inevitables, caracterizados por otros tantos “ya lo sé, pero de todos modos” que, a diferencia de las alternativas infernales, no tienen que ser montados, fabricados por un ejército de secuaces. Siempre están ahí, siempre están disponibles para justificar una destrucción.

Y no se trata en absoluto de una simple ideología, que en adelante estaría superada porque viviríamos en un mundo “multicultural”. La experiencia que ambos tuvimos, porque atañe a algunos de los temas centrales de esta conquista —la objetividad científica y los logros de la medicina “finalmente científica”—, nos puso directamente en contacto con los “ya lo sé, pero de todos modos” que marcan los límites de ese supuesto multiculturalismo. Más precisamente, los límites de la noción misma de cultura: ciertamente, habría múltiples culturas, todas dotadas de riquezas respetables, pero (desdichadamente) no existe más que una sola “naturaleza”, y somos “nosotros” los que sabemos interrogarla.

En adelante, cada uno puede ver y reconocer los destrozos, el desasosiego, la erradicación de maneras de vivir, de sentir y de pensar. Pero ¿cómo evitarlos si nos pensamos como adelantados sobre todos los otros, si nos pensamos como los primeros en un camino que es por derecho el de todos los humanos? Los “ya lo sé, pero de todos modos” se multiplican. ¿Cómo, en nombre del respeto a sus costumbres, privar a los “otros” de saberes que trascienden toda cultura puesto que recaen en la naturaleza? Y ¿cómo respetar esas costumbres si hay que rebajar al estatuto de “culturalmente relativo” lo que nos enorgullece: haber comprendido que somos “todos humanos”, y que en tanto tales, todos tenemos derechos inalienables? ¿Cómo no esperar que, como nosotros, los otros aprendan a seleccionar entre lo universal que todos compartimos y el tan necesario “suplemento de alma” cultural?

Poner al capitalismo en el linaje de los sistemas brujos no es en lo más mínimo hacerlo responsable de todo. No diremos que las aspirinas o los antibióticos son “capitalistas”, lo cual sería bastante estúpido y apto para hacer proliferar más alternativas infernales. Pero diremos que la manera en que pensamos esos medicamentos, en que los proponemos, es indisociable de la cuestión que nos incita a tomar en el sentido literal el adjetivo “brujo”. Como hemos afirmado no cualquiera es un secuaz, pero somos vulnerables. Y lo somos por los dilemas insoslayables que hacemos proliferar cada vez que nos definimos como representantes de la “humanidad”, como su cabeza (finalmente) pensante. Cada vez que olvidamos que la verosimilitud de nuestros juicios se traduce en la destrucción de otras maneras de pensar y de hacer. En otros términos: no hay que oponer entre “secuaces” y quienes “piensan”. El secuaz hace del pensamiento un enemigo, por cierto, pero eso no significa que quienes no son secuaces “piensen”. Esto requiere más bien diagnosticar lo que paraliza y envenena el pensamiento y nos hace vulnerables a la captura.

Las palabras de que disponemos, en su mayoría, son tramposas. La mayoría de las veces giran alrededor de la noción de “ideología”, lo cual significa que afirman la posibilidad de distinguir las “ideas” (falsas) y aquello sobre lo cual recaen esas ideas. Así, detrás de las mentiras ideológicas, habría una “buena” aspirina, “buenos” antibióticos, que responderían de manera indiscutible a las “verdaderas” necesidades humanas. Una vez disipadas las brumas ideológicas reinarían la paz y la unión entre la gente de buena voluntad.

La ideología comunica con la imagen de un obstáculo, ideas que “obstaculizan”, que impiden acceder al “punto de vista correcto”. Pero los secuaces que sabe fabricar el capitalismo —desde los gerentes de “recursos humanos” hasta el científico que denuncia el “ascenso del irracionalismo” en temas tales como los OGM o las nanotecnologías— no se ciegan por una ideología. Sería mejor decir, con una palabra bruja, que fueron “comidos”, para señalar su misma capacidad de pensar y de sentir fue presa de la operación de captura. Estar ciego implica que se ve “mal”, pero que se podría ver “mejor”; pero estar capturado implica que es la misma potencia de ver la que es afectada.

Correlativamente, no basta con denunciar una captura, como se podría denunciar una ideología. Mientras que la ideología obstaculiza, la captura produce un agarre, y lo hace sobre algo que importa, que hace vivir y pensar a aquel o aquella que es capturado. Para volver a eso de lo que estamos tan orgullosos, por ejemplo los saberes científicos, y más precisamente aquellos que son inventivos, que transforman el mundo, cada uno puede reconocer que esos saberes tienen roles que de ninguna manera se dejan describir en los términos del “avance de conocimientos”. Una tentación: decir que los científicos que se niegan a sacar las consecuencias de esos roles con ciegos, sin perjuicio de discutir luego la diferencia entre el “verdadero saber” y lo que algunos llamaron la “ideología espontánea de los eruditos”. La afirmación de que hay captura, por su parte, más bien implicará un movimiento doble: puesta en suspenso y en riesgo.

En primer lugar en suspenso, rechazo a entrar “en las razones” de los científicos cuando estos justifican la índole ineluctable de la institución científica y de sus pretensiones. Sin sorpresa, estas razones, aparecen fundadas en dilemas insoslayables, que en ocasiones son tan familiares que llegan a parecerse a evidencias antropológicas. Por ejemplo, por lo que respecta a la formación, llamada “disciplinaria”, de los científicos. Esta formación no está hecha para fabricar investigadores disciplinados —la denuncia sería demasiado fácil—, incluso si su precio es una muy notable sumisión a la diferenciación entre aquello que siendo científico, los involucrara, y todo el resto. Más bien, esta formación apunta a fortalecer la creatividad, la crítica precisa, la capacidad de objetar y de proponer, todo en el seno de las fronteras disciplinarias. Fuera de éstas se toleran (y hasta se alientan) juicios sumarios, simplificadores, podría decirse “ideológicos”.

Muchos investigadores lúcidos reconocerán que se trata de una forma de movilización y que su precio es problemático, puesto que el desprecio por las cuestiones llamadas “no científicas” prepara a los investigadores a volverse aliados selectos cuando se trata de justificar una operación de redefinición del mundo. Pero estos investigadores lúcidos a menudo suspirarán: “Pero de todos modos…”. Por lo que respecta a las consecuencias, la ceguera sería el precio por su creatividad disciplinaria. Dilema ineluctable: si quieren científicos creativos, y no charlatanes generalistas, hay que aceptar el carácter monomaníaco de su formación. No diremos que esos investigadores son todos secuaces, pero reconocemos aquí el tipo de vulnerabilidad que favorece la producción de secuaces científicos. La destrucción de capacidades de pensar, de situarse, el “desprecio benigno” para con las cuestiones consideradas no científicas, se transformarán entonces en denuncia de la irracionalidad que amenaza el progreso en el que trabajan los investigadores, con aquellos que saben respetarlos.

A este modo de abordaje corresponde una puesta en riesgo, porque la denuncia fundada en la “ideología de los científicos” no funciona. En efecto, son las prácticas de los científicos donde se crea la diferencia entre lo que lo “verdaderamente científico”, digno de ser pensado, y lo que es llamado “ideológico”. La captura, por su parte, produce un agarre sobre lo que hace existir y pensar a los científicos, comunica con un “no sabemos” que recae en aquello de lo que podrían ser capaces científicos “por fuera de sus prácticas habituales”. Ese “no sabemos” no es una ignorancia sino una cuestión que compromete. Implica, no la crítica, sino la atención a las situaciones concretas donde podrían dibujarse trayectos de aprendizaje.

Porque sin duda se trata de crear otras maneras de fabricar la diferencia entre una disciplina y su entorno. El “no sabemos” nos hace abandonar el régimen del juicio por el del riesgo, riesgo del fracaso que acompaña toda creación, riesgo también de ser acusado de “creer todavía” en las ciencias, de no ir al fondo de las cosas (en última instancia, la aspirina ES capitalista, dirá el espíritu fuerte, el que se niega a dejarse engañar). La cuestión de esta puesta en riesgo es crucial para nosotros, porque es la que da su valor pragmático al diagnóstico brujo que arriesgamos. Todos los pensamientos de la brujería hablan del riesgo de enfrentar una operación bruja, la necesidad de protegerse, porque siempre está presente el peligro de ser capturado. Quien se cree seguro, quien cree que puede abstenerse de protección, se señala como presa.

No sabemos demasiado sobre la cuestión de las protecciones, porque que pertenecemos a un mundo que las desprecia, pero pensamos que en todo caso debemos aprender a protegernos de aquello a lo cual sabemos que somos vulnerables, como lo testimonia la seguridad imprudente de los críticos de la ideología, de los desmitificadores, de todos aquellos que dan muestras de deconstrucción de las apariencias en las cuales los “otros”se dejan atrapar.

 

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