Este probablemente no es el mejor día para iniciar la investigación. El calendario marca 18. Malos presagios para la Mara Salvatrucha 13. Este día la pandilla Barrio 18 suele cobrar los muertos que hizo la ms cinco días atrás, el día 13. Se respira un aire tenso en toda la colina.
Mientras subimos en busca de la última comunidad en la cima del cerro, las miradas se nos van pegando como lapas y nos escoltan intimidantes hasta dejarnos en manos de otro puñado de ojos que repiten el procedimiento.
—Dale un poquito más rápido si podés, bróder.
Es Marcos, el segundo tripulante de la pequeña moto china en la que nos transportamos. Me obliga a forzar el motor hasta hacerlo chillar exhausto. La máquina puja y se queja con un grito metálico cada vez que entramos en un nuevo bache. Y Marcos repite, tratando de esconder su nerviosismo:
—Quizá mejor más rapidito, vos. Ya cuando vayamos más arriba le damos más al suave.
Las comunidades por las que pasamos tienen un aire rural. Bruscamente bucólico. Son calles de tierra y casitas con solar en donde crecen pequeñas hortalizas. Casi todas las viviendas son de ladrillo y techo de fibrocemento. Sin embargo, aún se distinguen los resabios de las chozas de lámina y cartón que fueron en algún momento. De no ser por los grafitis parecería un caserío común en los linderos de alguna ciudad. No es época de lluvias, pero cada cierto tiempo nos topamos con alguna quebradita escuálida por donde aún resiste algún hilito de agua sucia. Hilito que en invierno se vuelve monstruo caudaloso y amenaza con barrer cualquier vestigio humano de por aquí.
—Aquí todavía no es lo más paloma. Por allá está la quebrada donde botaban a los muertos.
Dice Marcos, y con estos comentarios ameniza nuestra subida por la colina. Es un hombre joven, de unos diecinueve años. Ha vivido en esta comunidad casi toda su vida. Su hermano fue miembro de la Mara Salvatrucha y él conoce estos caminos como la palma de su mano. Ahora me guía por este infierno como un Virgilio, y yo, torpe y asustado, obedezco sus indicaciones a rajatabla. Si me dice que no vea hacia algún lado, no lo hago; si me dice que acelere más, presiono la moto sin chistar.
—Vaya, aquí ya dale más al suave, aquí ya es zona Salvatrucha —me dice, y por el tono con que lo hace supongo que esto debería de tranquilizarme.
Poco a poco van apareciendo en las paredes, cada vez en mayor número, grafitis de la ms-13 pintados en tinta negra o azul. A medida que subimos, los postes, las paredes, las banquetas, nos informan que los vasallos de estas dos letras viven aquí.
Llegamos a nuestro destino, la última comunidad de esta colina. En la entrada nos recibe un gran mural de la pandilla, custodiado por un puñado de hombres jóvenes que al vernos se paran desafiantes y levantan la cara, como apuntándonos con la barbilla. Marcos los saluda. Nos escanean con la mirada y vuelven a su puesto sin responder al saludo. A guardar, como viejas beatas, a su santo de tinta.
Estoy aquí para hacer el trabajo de campo de una tesis antropológica sobre la violencia en El Salvador, especialmente la que emana de la guerra entre las dos pandillas más grandes de América: la Mara Salvatrucha 13 y la Barrio 18. Ambas sos tienen un conflicto cíclico desde finales de la década de los ochentas, cuya ubicación ha venido cambiando desde las calles de Los Ángeles en California hasta posarse firme en estas tierras. Los porqués y los significados profundos de esta guerra de niños es precisamente lo que me trae hasta aquí.
Dos meses atrás comenzó el proceso de tocar puertas en las oenegés que trabajan con pandilleros, en busca de contactos que me permitieran acceder. Una a una las puertas se fueron cerrando de golpe bajo el argumento de que la situación es demasiado complicada. Al fin de tanto buscar, encontré a un sacerdote dispuesto a ayudarme. La institución que dirige lleva años trabajando en la zona y tiene contactos con la pandilla de la colina, tiene un centro juvenil en la cima de esta, y es precisamente a donde ahora me guía Marcos.
La casa es grande y está cerca del límite de la comunidad, casi justo donde termina la única calle que llega hasta acá. En la entrada nos encontramos a Gustavo pintando unas letras de colores en la pared. Es el encargado de este centro. Es joven, de entre unos veinticinco y treinta años. Habla y camina como si estuviera paseando por una playa tranquila. Da la impresión de que nada ni nadie puede perturbar a Gustavo.
Con ese mismo tono sereno y apacible me dice que el sacerdote ya le ha hablado de mí y me pregunta sobre los objeti vos de mi estudio. Me deshago en explicaciones sobre el marco teórico que estoy usando, le expongo el esquema metodológico que pienso aplicar y le hablo sobre las hipótesis del estudio. Nada, silencio.
—¿O sea que querés como conocer a los pandilleros? Aquí hay varios, pero son bien tranquilos.
Me pregunta y se cruza de brazos.
—Sí… Algo así —respondo.
Me dice que si quiero continuar con vida para hacer mi estudio hay varias cosas que debo saber y varias reglas que debo observar. La primera es tajante: no mencionar nunca y menos en voz alta el número dieciocho ni usar camisas que lleven im preso ese código. Al parecer en este lugar ese número atrae a la muerte como el imán a los metales. No debo caminar solo. No me conocen y podrían confundirme con un enemigo. Marcos confirma las palabras de Gustavo con un nervioso movimiento de cabeza. Me cuentan que el último novicio de sacerdote que no tuvo presente esta regla fue interceptado por la pandilla mientras subía y lo obligaron a desvestirse para buscarle tatuajes. Gustavo me mira de pies a cabeza y desaprueba.
—No, así no podés estar viniendo, es peligroso.
Se refiere a mi pendiente y a mi corte de cabello. Me dice que debo venir más formal, más serio. Gustavo y yo llegamos a un acuerdo. Él me permitirá visitar el centro juvenil y hacer desde ahí mi investigación y, a cambio, yo tendré que colaborar con sus proyectos.
Antes de irme, Gustavo y Marcos cuchichean y luego me preguntan algo que no puedo rechazar.
—Mirá, ¿no quisieras conocer a los jefes de aquí?
Respondo que sí, y ellos me dicen que debo respetar un protocolo, me aleccionan como si fuesen a sacar de su jaula a una bestia. Me dicen que no les mire los tatuajes ni les pregunte nada, que solo me presente y me vaya.
Marcos se va hacia el traspatio con las manos entrelaza das a la altura del estómago y, al cabo de dos minutos, regresa acompañado de dos hombres. Ambos rondarán los treinta años. Uno es moreno y usa un bigote ralo que se funde con sus tatuajes, lleva la cabeza rapada y un enorme arete en la oreja izquierda. El segundo es de tez blanca y ligeramente rubio, lleva un enorme ms en la frente y me mira de pies a cabeza mientras me extiende la mano con el gesto de los que se saben intimidantes. Me preguntan mi nombre, me dicen los suyos y se retiran con pasos rápidos y flojos.
Mañana Gustavo me esperará abajo de la colina, para subir conmigo a las siete de la mañana. Al salir, frente al centro ju venil, veo un enorme mural con las siglas gcs (Guanacos Criminals Salvatrucha), la clica que gobierna esta colina.
Marcos y yo subimos a la pequeña moto nuevamente y deshacemos el camino. Poco a poco vamos dejando atrás las quebraditas, las calles de tierra y los grafitis de la pandilla y nuevamente mi Virgilio suplica:
—Quizá un poquito más rápido, bróder.
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Fragmento del libro Ver, Oír y Callar, Un año con la mara salvatrucha, publicado en Surplus Ediciones