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Subterráneo
18.09.2018 Crónica

 

 

 

A las 13:14 de ese martes de septiembre me encontraba en casa, preparándome para salir a entregar unos documentos. De repente las paredes comenzaron a retumbar, los objetos a moverse. El grito de mi hermano: “¡Está temblando!” me hizo tomar el celular y salir en busca de mi madre para resguardarnos, las imágenes de los autos brincando, de los árboles doblándose y de los edificios casi juntándose aún las tengo muy presentes. La explosión de un transformador cercano y la caída de la red celular nos impidió comunicarnos con mi hermana que se encontraba en su trabajo, la incertidumbre se apoderó de mí. El paso de los minutos, el sonido de las sirenas y las noticias de la radio, llevaron a que mi hermano decidiera ir a buscar a mi hermana.

Noticia tras noticia me daba cuenta que no había sido un sismo cualquiera, que varios edificios habían resultado dañados y algunos habían caído, pero la información no era lo suficientemente precisa como para darme cuenta de la magnitud de la emergencia. Mientras esperaba a que mis hermanos volvieran comencé a prepárame para salir a ayudar en el lugar que se requiriera. Estaba tenso y nervioso por no saber de ellos. Poco después de una hora volvieron y mientras nos relataban lo que habían visto, en el camino de regreso, en la radio se escuchó: “Edificio de la calle Saratoga, Benito Juárez, acaba de derrumbarse, personas atrapadas”, eso fue como un detonador, mencioné que iría a ayudar y mi hermana decidió acompañarme.

Mientras caminábamos por el eje central Lázaro Cárdenas rumbo al edificio colapsado, pudimos notar grietas muy grandes en varios de los edificios nuevos y en construcción desde el eje 7 hasta Av. Emiliano Zapata. Al llegar al edificio de Saratoga nos encontramos con una gran cantidad de personas removiendo escombros, otras tantas organizando el tránsito vehicular ––los semáforos no servían–– y muchas otras trayendo herramientas, cubetas y agua. Me acerqué a preguntar si se necesitaba algo y me pidieron suero, fruta, vendas, gasas; junto con mi hermana recorrimos sin éxito las tiendas cercanas y las farmacias. Al llegar al Soriana de División del Norte encontramos que estaba cerrada. En plena emergencia las tiendas departamentales decidieron cerrar sus puertas con el pretexto de evitar el saqueo. Decidimos volver a casa y ver si teníamos mejor suerte, afortunadamente logramos conseguir lo necesario y junto con mi hermano nos encaminamos nuevamente a Saratoga. No sabía en ese entonces que volvería a mi casa 60 horas después.

Al llegar al edificio, mi hermana comenzó a repartir naranjas y suero a los que habían estado removiendo escombros; mi hermano, junto con otras personas, ingresaron a lo que quedaba del edificio a buscar personas atrapadas mientras que yo comencé a organizar las donaciones que poco a poco iban llegando al lugar. Durante la hora que estuvimos ahí ninguna autoridad se hizo presente; los civiles fueron los que tomaron la iniciativa en todo momento. Al final alguien que dijo ser de protección civil inspeccionó el edificio y al salir dijo que ya no había nadie, que afortunadamente no había pérdidas humanas. Fue un alivio para todos, pudimos descansar pero sólo por un instante pues una doctora llegó a solicitar apoyo porque en la calle de Petén esquina con Zapata había ocurrido otro derrumbe y se requería tanta ayuda como fuera posible. Inmediatamente me ofrecí a acompañarla, organizamos una brigada de avanzada, juntamos agua, medicamentos, material de curación y nos subimos a una camioneta. A mis hermanos les pedí que fueran por una camioneta y recogieran lo que dejamos atrás, que nos alcanzaran en Petén. Dos días después supimos que en el edificio de Saratoga había quedado una persona atrapada, que las autoridades de la ciudad impidieron el paso a los equipos de rescate que a petición de los habitantes del edificio habían llegado al no encontrar a una de sus vecinas. Es triste saber que estuvimos ahí y no pudimos encontrarla.

En Petén me pude dar cuenta de la magnitud de tragedia, la esquina por la que había pasado tantas veces ya no existía, el edificio colapsó hacia su lado izquierdo, todos sus niveles desaparecieron y sólo se alcanzaba a ver la loza principal inclinada. Miles de personas, hombres, mujeres, de todas las edades y condiciones estaban ahí uno junto al otro, cargando piedras, cubetas, muebles. A mi memoria viene la imagen de una mujer joven con su uniforme, que seguramente fue verde en algún momento, en zapatos de tacón alto cargando una piedra enorme para depositarla en una carretilla, de hombres trajeados, de estudiantes de secundaria, de amas de casa, de albañiles, todos ahí tratando de ayudar en un caos hasta cierto punto ordenado. Inmediatamente al bajar de la camioneta mi primer impulso fue tomar un mazo y dirigirme a lo que quedaba del edificio. Hoy me doy cuenta que no estamos preparados para una emergencia de ese tamaño, ni el Gobierno ni la población sabemos qué hacer, hoy sé que no debimos estar tantas personas arriba del edificio tratando de remover escombros, pasaron 32 años y no aprendimos, ojalá no pasen otros más y sigamos en la ignorancia.

En un punto decidí descansar y dirigirme a donde había visto botellas de agua. Al llegar me percaté que existía una gran desorganización en cuanto a los alimentos, las donaciones, los materiales de curación. Encontré a mi hermana y le dije que repartiera cubrebocas húmedos pues para ese momento el polvo ya estaba comenzando a afectar a los voluntarios. Me informó que mi hermano seguía removiendo escombros y le pedí que no se alejara. No recuerdo muy bien cómo fue que me involucré en el área de alimentos, sólo sé que comencé a organizar el agua, la comida, las donaciones, las herramientas, el material médico que iba llegando; junto con las personas que ahí se encontraban implementamos un sistema para mantener alimentados e hidratar a todos los voluntarios, militares, marinos, policías, médicos, rescatistas, topos. La gente se acercaba a dejar agua, comida, medicamentos, material de curación, herramientas, lo que los medios de comunicación les decían que se necesitaba, pero realmente sin saber bien a bien lo que se ocupaba de emergencia. Llegaba el momento en que teníamos más tortas y sándwiches que personas a las que se tenía que alimentar, pero como dice mi madre: “más vale que sobre y no que falte”.

Durante los casi 6 días que estuve en Petén coordinando los alimentos y el agua conocí a personas increíbles, personas comprometidas, responsables, humanas, que no les importó dar lo poco o mucho que tenían, personas de todas las condiciones, no importaba si era un litro de agua o una carpa, lo daban desinteresadamente. Sería injusto de mi parte mencionar a algunos y dejar de mencionar a otros, indudablemente quienes estuvieron en Petén, bien por unas horas o hasta que se logró rescatar el cuerpo del último mexicano entre los escombros, tienen mi reconocimiento y admiración. Las filas de voluntarios que querían ingresar a la zona del derrumbe para retirar escombros era impresionante, miles de jóvenes se pasaban horas ahí formados, esperando, con el ánimo, la convicción y la empatía necesaria para soportar el calor y el cansancio para dar su máximo esfuerzo aunque fuera por 20 minutos. Obviamente no todo fue grato, hubo momentos en los que la decepción y la antipatía se presentaron, como aquellos voluntarios que sólo iban a tomarse la foto entre los escombros, las personas que aprovecharon para apropiarse de las donaciones insinuando que las iban a entregar a otros puntos de emergencia, los medios de comunicación que sólo buscaban la mejor toma al momento de rescatar un cuerpo de entre los escombros, el no permitir que los cuerpos de rescate extranjeros pudieran trabajar en el lugar por parte de las autoridades mexicanas. De entre todos los cuerpos extranjeros que acudieron a Petén al único que se le permitió entrar a la zona del derrumbe fue al equipo español porque portaban una carta de la Secretaria de Gobernación y traían cámaras de TVE, ni a los estadounidenses que llegaron desde el día 20, ni a los japoneses, ni a los colombianos les dejaron acercarse. Por cierto la persona encargada de la logística de Petén los primeros 2 días fue un paramédico de la Cruz Roja, así de mal organizado estuvo el rescate. A ello se suma la pésima actitud de la PDI de la Secretaria de Seguridad Pública de la Ciudad de México quienes el viernes 22 de septiembre quisieron desalojar a todos los civiles que se encontraban en el lugar. Gracias a la unión de todos los voluntarios no pudo llevarse a cabo, aunque los elementos de la PDI se llevaron una gran cantidad de herramientas y víveres que se tenían almacenados tras la donación de la sociedad civil. También vimos el robo de alimentos preparados por parte de empleados de SEDESO del Gobierno de la Ciudad de México; el nulo equipamiento con que los que soldados y marinos llegaron al lugar del derrumbe, siendo la sociedad civil la que tuvo que equiparlos con palas, picos, guantes, cascos, cubrebocas; la desaparición al tercer día de los elementos de Protección Civil y el oportunismo del DIF para hacerse publicidad a costa de los ciudadanos. Prestaron sus carpas hasta el 23 de septiembre junto con su personal pero sólo para tomar fotos y así comprobar que estaban trabajando desde el día uno.

A las 04:00 del domingo 24 de septiembre fue localizado el cuerpo del último mexicano fallecido en Petén, fue la última vez que se escucharon aplausos en esa esquina. Después de 6 días intensos de búsqueda la sensación era de tristeza. En ese momento nos dimos cuenta que éramos responsables de todas las cosas donadas; si bien se había repartido a otros puntos de la ciudad y estados cercanos una gran cantidad de víveres, aún quedaba la mayor parte de ellos. Afortunadamente las autoridades del CETIS 5 nos ofrecieron un salón para resguardar lo que se tenía en acopio, así que sólo faltaba saber qué hacer. Llegó la noche y por fin creí que podría descansar pero a las 02:00 del lunes 25 mi celular sonó pues en Álvaro Obregón los trabajos de rescate continuaban y requerían unos discos de diamante para cortar cemento. Mi hermano me comentó que en Petén había unos y decidimos ir para llevarlos al lugar. Desafortunadamente el ejército ya había tomado posesión y se alistaba para demoler los restos del edificio. Pese a que expliqué a los soldados los motivos por los que necesitaba llevarme los discos se negaron, en todo caso decidí tomar los discos y no mirar atrás. Afortunadamente no me detuvieron y pudimos llevarlos a Álvaro Obregón donde los pudieron usar para continuar con los trabajos de rescate. Es increíble que ni el gobierno federal ni local hayan cooperado con el material que se necesitaba durante la emergencia, todo ¡absolutamente todo! salió de parte de la sociedad civil, durante esos días nos dimos cuenta que no podemos contar con el Gobierno ante un desastre como ese.

La noche del 25 de septiembre, tomé la decisión de usar el acopio que se había traído a mi casa para preparar café y sopa caliente con el fin de repartirlo a los campamentos que hubiera afuera de los edificios dañados en Benito Juárez; junto con mi hermano y un grupo de compañeros que estuvieron en Petén comenzamos a buscar edificios dañados cercanos a mi colonia. Así poco a poco nos acercamos a donde veíamos lonas, carpas, personas reunidas, para ofrecer una cena caliente, preguntar si requerían algunos artículos de higiene, cobijas, almohadas, desechables. Al final de esa jornada 5 fueron los campamentos que habíamos encontrado y a donde la gente nos había recibido con abrazos y agradecimiento. Aún recuerdo esa sensación de tristeza al llegar y ver las condiciones en que hombres, mujeres y niños estaban, con frío y hambre, con miedo de no saber qué pasaría después, aún recuerdo sus abrazos, sus bendiciones, sus sonrisas al saludarlos y al despedirnos.

Poco a poco fuimos encontrando más campamentos, hasta llegar a un total de 10. Hubo un punto en el que requerimos solicitar ayuda para seguir con nuestra labor, mediante las redes sociales se solicitó víveres para poder preparar la cena de 200 personas mínimo por noche, pan, galletas, café, leche, pastas, azúcar y desechables, fue lo que en un principio se necesitaba. Al paso de los días mi casa se convirtió en bodega, cocina, centro de acopio. Al mirar atrás no puedo más que agradecer el apoyo de mi familia, sin ellos no hubiera podido llevar acabo el compromiso que hice con mis vecinos de llevarles los alimentos y las cosas que fueran necesitando. Una noche al regresar de la ronda nos percatamos que había una pequeña carpa con personas ahí y decidimos acercarnos, era un campamento en División del Norte, personas que habían sido desalojadas de sus edificios por miedo a que se derrumbaran. Siempre habíamos visto esos edificios, estuvimos ahí desde el 19 pero nunca supimos dónde estaban esas personas. Al llegar ofrecimos café y la cena que traíamos, nos recibieron muy bien, muy agradecidos pero una frase se me quedó grabada: “Que bueno que vinieron, no hemos comido nada desde la mañana”. En ese momento algo se rompió dentro de mí, quise llorar, no es posible que ante la emergencia nadie les haya ofrecido de comer a esas personas, esa noche les prometí que no sólo les llevaría la cena sino también el desayuno, y así fue, a la mañana siguiente comencé a preparar y entregar desayuno a 11 campamentos.

Con el paso de las semanas el equipo creció, de 7 personas que comenzamos la noche del 25, llegamos a ser 20, entre los que hacían la ronda de desayuno, la ronda de la cena, los que conseguían las donaciones, los de las cocinas, pues ahora ya eran 3, los de transportación. Es increíble como ante la necesidad muchas personas se pueden reunir para apoyar, no sólo repartíamos comida, sino almohadas, cobijas, chamarras, ropa de trabajo, productos de higiene, parrillas eléctricas, cafeteras, medicamentos, pañales para niño y adulto, productos de limpieza, herramientas, etc. Los donativos llegaban de muy diversas maneras y personas, vecinos que me ofrecían su despensa, personas que por medio de las redes sociales llegaban a mi casa a dejar lo que habían juntado con sus familiares, personas que me llamaban para ofrecerme comprar lo que se necesitaba en el súper y mandarlo en servicio de entrega, escuelas que hacían colecta entre sus alumnos, mercados que ofrecían frutas y verduras, personas que me detenían en la calle para darme fruta, desechables, aceite, hasta ese camión procedente de Colima repleto de víveres que confiaron en nosotros para repartirlo. Nunca voy a olvidar la solidaridad de las personas de los campamentos que aún y con sus carencias y sus problemas me ofrecían 30, 50, 100 pesos para ocuparlos en gasolina, gas, transporte. Tengo que mencionar que la transportación de los alimentos y demás artículos se hacía a pie, con un carrito arenero, en bicicleta, en autos particulares y en taxi. Muchas veces me preguntaban los choferes si vendía en algún lugar comida y al conocer la historia al final decidían no cobrarme el viaje diciendo que era lo menos que podían hacer por las personas. No se imaginan la cantidad de buenas personas que aún hay en la ciudad.

Sin embargo, la situación en los campamentos nunca fue buena, en ningún momento se notó la ayuda por parte de las autoridades, si bien facilitaron carpas no fue por mucho tiempo, si bien entregaban comida muchas veces llegaba echada a perder, si bien ofrecieron baños portátiles los retiraron poco a poco hasta no quedar ni uno, si bien al principio cada campamento tenía asignados policías al final hubo episodios tristes y de violencia en algunos. La actuación de las autoridades no fue nada clara ni oportuna, hubo momentos en los que tuvimos que entregar comida al albergue oficial de la Ciudad de México en Benito Juárez pues en ese lugar los trabajadores se quedaban con los alimentos y las donaciones que llevaba la gente y no lo repartían a los damnificados. Hay tantas historias negativas por parte de la autoridad que aún hoy me da coraje que teniendo los recursos no pudieran hacer más por las personas.

Al irse acercando el fin de año, el equipo de trabajo se fue reduciendo, por una u otra cosa volvimos a ser 7; preparar desayuno, cena y las festividades de Día de Muertos, Navidad, Año Nuevo, reyes y candelaria fue agotador. Afortunadamente siempre contamos con la ayuda de donaciones en los momentos oportunos, así pudimos ofrecer pan de muerto para cada campamento el día 1 noviembre, cena de navidad y año nuevo para todos los campamentos, incluidos regalos para los niños, aún recuerdo sus caras al abrirlos. Para día de reyes llegamos a repartir 243 roscas de reyes en la Ciudad de México y para el día de la candelaria 950 tamales. Hoy al escribir me doy cuenta que con determinación y esfuerzo se puede hacer mucho por la gente de nuestro entorno, pero sobre todo si se hace con empatía, cariño y solidaridad. En los campamentos me preguntaban desde la primera noche por qué hacía eso y hasta el último día que he ayudado mi respuesta siempre fue la misma: “Porque si mi familia estuviera en su situación, me gustaría que alguien les ofreciera una sonrisa y una palabra de ánimo, eso es lo que me hace seguir aquí”. También tengo que reconocer que ayudar fue mi terapia para sobreponerme a la pérdida de mi padre, falleció 3 meses antes del sismo.

En marzo de 2018 dejé de repartir alimentos y me enfoqué en lo que me iban solicitando de los campamentos. Poco a poco las personas fueron regresando a su rutina y abandonaron esos lugares, al pasar la emergencia las cosas que aún estaban en el acopio las fui repartiendo en casas hogar, centros de ayuda, personas en situación de calle y personas que me lo solicitaban. Hasta el día de hoy me siento responsable por la confianza que miles de mexicanos depositaron en mí al entregarme sus donativos, pueden estar seguros que todo ha sido empleado en beneficio de personas que lo necesitan. No puedo dejar de agradecer a cada uno de los que me acompañaron desde el día 19 hasta hoy, si alguna vez lo leen sepan que estoy orgulloso de conocerlos y de haber compartido ésta experiencia. Me han preguntado si lo volvería a hacer, la respuesta es “sí”, porque uno nunca sabe cuándo puede requerir ayuda.

www.documentadesdeabajo.org

 

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